Parece ser un rasgo de la naturaleza humana juzgar a los demás, e incluso a las demás cosas, según los parámetros de nuestra propia conciencia.
Malo es así quien no concuerda con nuestros ideales. No necesariamente con nuestros actos ya que muchas veces logramos ser lo suficientemente conscientes para reconocer que no nos comportamos precisamente bajo nuestras propias normas. Aunque somos generalmente buenos, luego, para justificar nuestras faltas ante nuestra moral o la de los demás.
Y cuando nuestra conciencia nos falla, buscamos una guía, un maestro o un libro que nos indique cual es el camino correcto. Alguien que nos inculque esa conciencia con la cual juzgarnos a nosotros mismos y a los demás.
Pero vemos a los animales. A la naturaleza. A una lucha eterna por sobrevivir a costa de los demás. Bajo los parámetros que podríamos llamar civilizados nos horrorizamos cuando nuestro gato no solo caza a los malos ratones sino también a los inocentes pajaritos que visitan el jardín. Nos horrorizamos al saber que el Rey León a quien admirábamos de niños con cuentos que lo mostraban como un justo monarca en la selva; no solo mata a las cebras de las que se alimenta sino también a los cachorros de los leopardos o de los guepardos, o incluso aún de los leones machos rivales.
La naturaleza se nos muestra egoísta. Cada especie buscando sobrevivir sobre las demás. Cada individuo buscando sobresalir y perpetuarse sobre sus congéneres. Una lucha de supervivencia. Un juego por perpetuarse a costa de lo que sea.
Pero no hay maldad. No hay maldad cuando el chimpancé mata y se alimenta de otro chimpancé sólo porque no pertenece a su tribu. Ni maldad cuando la araña enreda en su seda a una desafortunada mosca atrapada ya en una tenue trampa. Ni maldad cuando el lobo ataca al crío de venado de pocas semanas de nacido. Ni maldad cuando el elefante derrumba una acacia sin preocuparse de cuantos pájaros perdieron su nido. Ni maldad cuando una ballena se traga, de una sola bocanada a miles de pequeños crustáceos.
Si no hay maldad allí… ¿Hay maldad cuando un soldado incendia una aldea enemiga? ¿Hay maldad cuando disparamos contra otro hombre para defender nuestra familia, nuestro pan o nuestro territorio? Hay una gran diferencia entre los seres humanos y las otras criaturas y es que nosotros contamos con la libertad de elegir.
Y podemos elegir. Elegir si actuamos con bondad o con maldad. Esto implica, desde luego, que nuestra opción puede ser el mal o que, aunque nosotros conscientemente elijamos el bien, otros podrían escoger el mal y hacernos daño. Pero podemos elegir. Somos libres. Y ser libres implica una responsabilidad que debemos estar dispuestos a tomar.
Porque ni el gato o el león, ni el chimpancé, la araña, el lobo, el elefante o la ballena fueron libres. Ellos no hacen más que seguir un instinto, un programa que los conduce por la vida buscando que sobrevivan y se perpetúen. Su rango de libertad es limitado y sus decisiones, si están en capacidad para ello, los encamina a las mejores opciones, para su supervivencia o la supervivencia de sus genes.
Nosotros somos, por el contrario, libres. Podemos elegir si matamos para comer, más aun si el hambre no apremia. Podemos elegir si convivimos o nos peleamos con nuestros hermanos, nuestros vecinos, la familia rival, los de la otra aldea o los de la otra raza. Y podemos elegir tanto como individuos o como grupos.
Podemos elegir la forma de arreglar nuestras diferencias. Si discutimos en base a argumentos hasta llegar a un acuerdo. Si lo echamos a la suerte o a un encuentro deportivo. Si nos molemos mutuamente a golpes. Si nos matamos.
Y precisamente porque estamos en capacidad de elegir es que lo que hacemos puede ser bueno o malo. Precisamente porque podemos elegir es que si renunciamos a este derecho, nuestros actos serán igualmente buenos o malos. Solo falta decidir cuales son buenos y cuales son malos y para hacerlo debemos partir de principios y valores.
Y si queremos hablar de bondad o maldad universales tendríamos que definir principios universales. Y la naturaleza no nos ofrece buenos y claros ejemplos, porque la naturaleza no es libre y no tiene ella ni bondad ni maldad.