Miladi

Cuando siente la tibia sangre correr por su mano derecha, agarra la cabeza del hombre que tenía ante sí y la aprieta contra la de ella mientras comienza a llorar.  Tras dos minutos de estar en esa posición, termina de hundir el puñal con rabia y lo saca, mientras aparta de sí el cadáver.  se quita su ensangrentado vestido, o lo que aún tenía puesto de él, y unta su cuerpo con la sangre que aun brotaba del cuerpo que tenía ante ella.  Unta la sangre por su cuello, sus pechos, sus muslos, su vajina y su abdomen.  Luego acerca su boca a la herida y comienza a beber de esa sangre.  Termina de desvestir al cadáver y se acuesta encima de él.  Lo besa en la boca y se pone a llorar.

La conocí hacía dos años, en una cacería.  Su padre, viejo amigo de guerra, me invitó a su palacio durante ese verano.  Y nos convertimos en amantes.  Llegué aquella vez a la casa de su padre para hablar de los últimos preparativos para la cacería que empezaría al día siguiente.  Me llamó enormemente la atención la muchacha que nos atendía, unos diecisiete años le calculé.  Cuando le pregunte a mi amigo sobre la muchacha me dijo «Ella, es mi hija, ¿No se parece a su madre?», me fijé mejor en ella y recordé a una antigua mujer que habíamos conocido en Ismonia, durante la guerra, con la que mi amigo había sostenido una relación de la que había sabido mas tarde que había nacido un hijo.  «¿Es la hija de Kamin?» pregunté.  «La misma» dijo mi amigo, ella se acercó a recoger unas bandejas y el añadió «Miladi, te presento a mi viejo amigo Grispo de Julminadi».  Me miró a los ojos, tenía unos bellos ojos azules.  «Señor,» dijo con una sonrisa coqueta, «mucho gusto de conocerlo».  Y se apartó.

Al día siguiente, durante la jornada, ella nos acompañó.  Montaba en un caballo blanco y portaba una ballesta.  Cabalgó durante un buen trecho al lado mío sin decir una sola palabra, pero mirándome de vez en cuando, al igual que yo a ella.  Cuando suena el corno avisando que un ciervo o un jabalí acababa de ser divisado, ella rompió a galope y yo la seguí.  El grupo de doce en que íbamos se separó perdiéndonos entre nosotros, pero ella y yo seguimos juntos, ya casi no se oían los gritos de los demás cuando ella paró, tomó su ballesta y la disparó.  Un conejo que yo no había visto saltó de entre el tronco sobre el que pegó el dardo.  Cargó de nuevo el arma y me apuntó.  «Acércate» me dijo.  Eso hice mientras miraba sorprendido.  «Bésame» me ordeno cuando estuve cerca a ella, mientras bajaba la ballesta.  Acerqué mi cara a la suya, ella cerró los ojos y esperó a que la besara.  Pasó su brazo por mi espalda y me besó apasionadamente.

Oímos que alguien se nos acercaba y nos separamos.  Ella volvió a disparar y esta vez le acertó a otro conejo que había cerca.  Me bajé de mi caballo y lo recogí mientras se unía a nosotros uno de los siervos de mi amigo que nos estaba acompañando esa jornada.  Media hora mas tarde se había vuelto a reunir el grupo y nadie de nosotros daba fe del ciervo o el jabalí que había dado la alarma.  Pero un par de conejos, una liebre y dos perdices salvaban ya la jornada.  En el resto del día no volvió a pasar nada y regresamos al castillo al atardecer.

Esa noche, después de la cena, me retiré a mi habitación.  Cerca de dos horas después, una suave voz me despertó.  Abrí los ojos y era ella.  «No podía dormir, ¿puedes hacerme compañía?», me dijo con tono de inocencia, como mis hijos nos decían a mi y mi esposa cuando les daba miedo pasar la noche.  No esperó mi respuesta y se acostó al lado mío.  Empezó a besarme y yo a ella, le quité la bata de dormir que ella llevaba puesta y me quité la mía y empezamos a hacer el amor.  Cuando terminamos ella me siguió besando, me besaba el cuello, el pecho,